lunes, 28 de noviembre de 2016

Querido amigo Gonzalo

«Cuento corto»

Querido amigo Gonzalo,

El día ha muerto, pero te escribo desde los recovecos de mi conciencia. Desde los recovecos que intento estén alejados de materialismo y egolatría. Desde este fuego que cada conversación alimentaba en dudas, respuestas, dudas, enigmas, dudas, lucidez, dudas e idioteces.

Hoy te escribo porque mis días me piden que te escriba. Porque mi alma se acordó de aquellas palabras que tan gentilmente me regalaste aquella tarde en el café del parque central, o en aquellas conversaciones en la biblioteca, en tu esquina del segundo piso, como te gustaba llamarla. Hoy te escribo porque sé que pronto lo único que quedará de esta mezcolanza de carnes y huesos será solo idealismo.

Me muero, querido y lejano amigo. Me muero lento y por partes. Me muero. Pero ¿qué es la muerte? Con una sonrisa en el rostro, cínica, por supuesto, te confieso que estoy preparado. He vivido lo que tuve que vivir, he sonreído cuando mis días me lo permitieron, he llorado con firme sentimiento, y he amado con la firme convicción de que él es vida espiritual. Estoy preparado, eso sí, mas tengo miedo, contradicción, ¿verdad? Tengo miedo, sí. Pero el miedo es parte de nosotros, de nuestra fibra, de nuestras células, de nuestras causalidades. Tengo miedo porque esperaba lograr más de lo que ya he logrado porque, si bien, honrados amigos me aseguran que ha sido mucho, para mí sigue siendo ínfimo mi aporte. No importa. Tengo miedo, sí, pero qué grato es sentir miedo con la misma intensidad con la que festejas tu muerte.


Sé que si tuvieses la oportunidad de responderme -eso sí, disculpa la cobardía de contarte mis últimos días por medio de esta gélida carta y no con el cariño que demasiadas e inagotables veces transmiten las palabras orales- me dirías que la muerte es el proceso natural, ¿verdad? No lo sé, ¡quién soy para saberlo! Tú sí. Tú eres y serás siempre un conocedor de los pormenores de esto que llamamos, cínicamente, vida. Tú sí. Siempre estás acreditado. Bueno, quizá no siempre. Quizá empezaste a estar acreditado cuando tomaste aquella decisión valiente de ser un flamante filósofo, con sus cuatro sílabas al norte y sur, y centro. Tú sí. Porque, recuérdalo, siempre admiré tu valentía y la proeza con la que defendías -y defiendes- tus pensamientos: cuando gritas con voz en manos, corazón, garganta y, finalmente, labios que eras -y eres- comunista; eso sí, disculpa a este tonto que olvidó cuál era la razón fundamental con la que defendías -y defiendes- tu pensamiento político.

Ahora que estoy en estos días en los que me permito divagar y realizar proezas que un cuerdo jamás haría, permíteme confesarte un secreto: ¿te acuerdas de aquel día en el que, después de una pelea familiar -sé que te encanta llamarla bronca- te fui a visitar a tu rincón del segundo piso (tu agujero lo llamabas)? Bueno, aquel día te consideré, por vez primera, mi amigo. Muy cordial tú, como siempre lo has sido, me explicaste cuál era el fin de la literatura y de la política, me explicaste por qué ese escritor, ¿lo recuerdas?, estaba equivocado porque, me explicaste, estas dos formas de vivir, de respirar y de sentir no solo el mundo, sino el universo entero, se conectaban y, hasta cierto punto, se alimentaban mutuamente. Ese día supe que tú no eras simplemente tú. Ese día supe que todo tu arte, que toda tu peripecia, que toda tu filosofía nacían bajo el mismo nombre, claro que a veces sus pincelados irritaban en color: a veces sus rojos o negros cegaban mi cerebro y hacían que renazca después de la muerte mental que se acontecía por tus explicaciones, pero, retomando, ¡qué alegría me dio comprobar, aquel día, que sí se podía soñar con dos polos en un solo cuerpo!, qué alegría me generó el saber que tú, con esa simplicidad con la que enriqueces al mundo, eras uno de esos infinitos puntos que se dibujan en el universo, ¡qué alegría me dio el comprender, recién, que tu punto lo habían pintado al lado del mío y que, gracias a ello, te llegué a conocer!

Con más vitalidad, ¡alégrate!: me has trasmitido vigor en estos días que con el transcurrir de sus horas se pintan de negro. Recuerdo aquella conversación en la que debatimos sobre el valor material del arte, ¡menuda conversación! Como era de esperarse, me indujiste a un coma mental del que, de a pocos, me sacabas para ver la luz, para ver el blanco, ese blanco del que se vestiría tu futura esposa. Sí, ese día en que ambos quedamos asombrados cuando, sin anestesia, me dijiste que te casabas por la iglesia, ¡por la iglesia!, ¡qué tal tono el de tu voz aquel día!

- ¡Me caso, compa! Sí, por la iglesia. No creas, así es el amor, ¡el amor, pues! Mi novia se quiere casar por la iglesia, así que yo me quiero casar por la iglesia. Así es el amor, compa.

Ese día celebramos un discreto festejo, tan discreto que a las pocas horas nos olvidamos de la noticia y conversamos de los narradores, el fondo y la forma de una novela. ¡Gran conversación, como siempre!

¡Cuántos recuerdos, mi gran amigo! Cuántas conversaciones hemos sostenido. Más yo que tú, ¡cuántos miedos te he revelado!

Hoy he volteado la mirada y recordé nuestro camino: los talleres, las conversaciones, las críticas, la distancia. Hoy he recordado cuánto me has ayudado y me apena decirte, así, tan cobardemente, que yo no he sido de gran ayuda para ti. Ahora escucho tu voz, «toda amistad siempre te obsequia algo, aunque mínimo, compa», pareces decirme, sincero, comprensible, ¡qué gran huella la que marcaste en mi vida, en estos días que ya se definen como los últimos! Te confieso una última cuestión: me apena no haberte regresado tu libro, lo siento, pero imagina qué gran sonrisa se esboza en mi cara al imaginar la tuya leyendo esto. 

Desde aquí, desde estas cuatro paredes que alguna vez escogimos como refugio para difundir literatura, te agradezco. Te agradezco por el ayer y, sobre todo, por ese presente del que fuiste dueño.

Solo un consejo, si acaso me permites dártelo: sigue viviendo como me demostraste se podía vivir. Sí. Sigue difundiendo ese pensamiento paralelo que a la sociedad, tan enraizada en lo bien particular, en el dinero y en la soledad, le hace falta. No te pido más. Y no te pido más ya que estoy seguro de que tu esencia, aunque con esas variaciones de tonalidades, mantendrá su color primario.

Lamento no poder escribir más, pero, ya lo sabes, la materialización del espíritu me genera un trabajo que considero descaradamente -claro que después del coma mental- original y, por tanto, costoso.

Por último, lamento no poder asistir a tu boda, amigo, pero, ya sabes, te acompañaré en existencialismo.

Recuerda siempre que el universo nos cobija en su plenitud.

Un abrazo desde donde quiera que esté en el momento en el que recibas mi cobardía.

Un paso al frente, como Copérnico, siempre.

Lima, exactamente a las 2:29 am. Febrero de 1997.

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