lunes, 11 de enero de 2016

Setecientos años

«Cuento corto»

El periódico estaba en la mesa, se podían observar en algunas de sus hojas gotas de sudor del café que lo acompañaba, humeando y aromatizando el jardín, lo levantó y comenzó a leer algunos títulos y subtítulos, ¡cuánto tiempo ha pasado!, pensaba, sí, pasaron largos años, diez apenas eran un pestañeo; cien, un suspiro; setecientos, una lágrima. La imagen que acompañaba al primer título era escalofriante, es un decir, claro: muerte, asesinato, sangre, deliciosa y sucia sangre. Lo mismo de siempre, murmuraban sus labios mientras observaba la siguiente imagen, siempre lo mismo en estos malditos años. En sus ojos se podía nadar en aguas de cansancio, de dolor, de soledad, de muerte. Sus lágrimas, por el tiempo, terminaron esfumándose al instante mismo en que rosaban su piel canela y tercia, siempre tercia. Sus mejillas también denotaban cansancio, pero no años, no, en ella jamás los años que cargaba, y para comprobarlo solo debemos voltear y observar las fotografías que tiene, algunas en escalas de grises, junto a sus antiguos esposos: era la misma en cada fotografía, en cada vestimenta, en cada centuria, ¿también en cada milenio?, se preguntaba, en cada invierno sentada en su jardín leyendo el periódico y repitiendo, a la misma hora, las mismas palabras. 

Dejó el periódico en la mesa y levantó la taza, ¡ah!, café caliente en invierno, ¿cuántos, mil, cien mil tazas ya?, quizá, Miranda, quizá son miles de tazas así, miles de días así en los que piensas lo mismo, lo mismo, lo mismo, en los que planeas, ¡qué ocurrencia la mía!, reías, lo que posiblemente harías el resto del día, pero sintiendo en tus adentros, en esas habitaciones en las que escondes tu ser para que nadie sepa quién eres, que harás lo mismo: pasear por el campo tarareando tu vieja canción, recogiendo rosas, siempre trae las más hermosas, señora, le escuchabas a Amalia cuando las recibía para colocarlas en un jarrón, y ponerlas en tu habitación para observarlas antes de dormir, ¡qué envidia!, ustedes pueden marchitarse, pensabas pero ya no llorabas, ya para qué, habías hecho tuya aquella respuesta. Planeabas salir de casa, ¡al fin salir!, sentir cómo era el aire de ahí afuera, ¿quizá distinto?, ¿quizá más antiguo que yo?, sentirlo en tu piel y desvelarte sin la mayor preocupación de que te suceda alguna tragedia, al final, jamás podré morir; mas siempre abandonabas tu ficticia proeza, ya mañana lo haré, y ese mañana se transmutaba sempiterno. 

Señora, ¿le puedo hacer una pregunta?, se atrevió a preguntarle hoy Amalia, ya me la has hecho, pero no importa, puedes hacerme otra, señora, disculpe que sea imprudente, pero me preguntaba si acaso, usted que es tan buena, me podría, dudando un poco, me podría decir cómo es posible que se haya casado con trece hombres, ellos, en su mayoría, de treinta años, y se haya separado solo porque murieron, y usted, y usted sigue así de joven, bonita, radiante. Miranda observaba el periódico sin observarlo, ¡maldición!, pensaba, ¡me separo, tan solo, por la maldita muerte!... trece, ¡ja!, lo había olvidado, bueno, es que soy una de las personas antiguas que creen que el amor es para siempre, no de un par de años, cada uno de ellos se llevó al otro lado una parte de mi esencia, una parte de mí, ¡qué hermoso, señora!, yo ya quisiera un amor así, para siempre, pero... espero que disfrute su café, se quedó mirando fijamente aquellos otros ojos cansados y se fue. Amalia trabaja en su casa apenas un pestañeo, ¡no sabe algo aún!, pensaba leyendo el título siguiente, ¡y qué suerte que aún no sepa algo!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Agradeceré su critica, todos aprendemos en el camino.